Hola a todos:
Me atrevo a plantearos el tema del título porque, ¿quién, a lo largo de si vida, no ha hecho algo transgresor, reivindicando una forma de pensar, una moda o unos hechos que nos parece deben de ser cambiados?
Puede ser haciéndose un tatuaje, dejando el pelo largo o cortandolo al cero, haciendo trenzas a lo afro o teñirlo en azul, o dar un cambio radical en su vida: dejar un empleo cómodo en la ciudad para ir de pastor o albañil o simplemente a recorrer el mundo en auto-stop, sabiendo que no era eso lo que se esperaba de nosotros.
Espero os guste el tema.
Un abrazo
Yo puedo empezar diciendo que con quince años me quité los pendientes y corté el pelo «a lo chico» intentando reivindicar, a mi manera, la igualdad entre chicos y chicas, además de vestir jerseys anchos y pantalones o falda larga. Era por los años 70.
Hola, Kory:
A mí me encanta. Muchas gracias por venir al Café y plantearnos una nueva aventura. Comparto con mucho gusto un par de transgresiones de mi vida.
Creo que uno de los hechos inconformistas más sonados en mi caso, o en su día considerado literalmente de locos, fue irme a Australia cuando apenas había españoles viviendo allí. Me intentaron convencer de que no fuera o de que eligiera otro lugar más cercano, pero no cejé en mi empeño y me busqué la vida para estudiar y trabajar en ese país. Recuerdo que cada vez que volvía a España, se me recibía con comentarios del estilo «¿Qué tal con los canguros?» o «Pero ¿qué haces tan lejos y con tanto canguro por todas partes?». Yo sonreía, haciendo acopio de paciencia. A pesar de que estas reacciones no tendrían razón de ser en estos tiempos en los que el mundo es un pañuelo —por lo menos antes de la pandemia actual— , hay que tener en cuenta que estoy hablando de otra época, de hace varias décadas.
Estudié lo que es ahora primaria y secundaria en un colegio de monjas de Madrid, todavía en tiempos de Franco. Las transgresiones y las acciones inconformistas eran continuas; que si acortar un poco la falda del uniforme, ponerse un lazo o una horquilla de colores, forrar la carpeta con tíos buenos …, todo lo cual venía seguido de una temida visita a la madre superiora y un castigo, y, quizá después, alguna nota dirigida a los padres. Un día, cuando teníamos unos doce o trece años, quedamos en coger unos zapatos de tacón de nuestras madres y ponérnoslos en clase para reivindicar la libertad de vestimenta. El castigo fue largo y terrible. Sin embargo, una madre que nos daba algunas asignaturas ese curso —la más joven del colegio— apareció al día siguiente con unos zapatos que tenían un poco de tacón, no como los planos que vestían todas las monjas. No fue un gesto para apoyarnos, como creímos en un principio, sino que lo hizo para explicarnos que, a diferencia de ella, nosotras éramos demasiado jóvenes para llevar tacones, puesto que aún estábamos creciendo y este tipo de calzado nos podía dañar los pies para siempre. No sé si sería porque solo conocíamos los castigos sin explicaciones o porque la veíamos más cercana, pero nadie volvió a repetir, al menos con los tacones.
Para no aburrir más al personal con mis historietas de doña Rogelia, je, je, paro en seco aquí. Estoy deseando leer a otros transgresores o inconformistas.
Un cordial saludo, Kory y todos.
Hola a todos,
Esto es uno de mis temas favoritos, es decir, «cómo a los jóvenes les encanta rebelarse contra la autoridad». Muchas gracias, Blasita, por presentar este tema.
Después de salir de la universidad, a pesar de que mis padres, mi familia, mis amigos, los padres de mis amigos, un sacerdote local y mis maestros me dijeron al unísono: «Steve, hagas lo que hagas, no te hagas un tatuaje.» Tan pronto como había terminado el entrenamiento militar básico, lo primero que hice, por supuesto, fue hacerme un tatuaje … y no en mi hombro o en la parte superior del brazo donde el tatuaje estaría cubierto por una camiseta, sino, en el medio de mi antebrazo izquierdo. Permanece allí hasta el día de hoy. Ahora casi siempre uso camisas con mangas largas. Era tan inteligente.
Saludos cordiales,
Steve
Hola a todos.
Kory, digo como Blasita, gracias.
Steve, vaya faena. No me quiero meter en donde no me llaman pero ¿has pensado en quitarte el tatuaje? 🙂 Conozco gente que se los ha quitado y que dicen estar bastante satisfechos. A mí no me dio por los tatuajes de Steve, que claro que podía haberme dado, pero sí por los «piercings», menos mal porque esto tiene fácil arreglo y no tiene que ir uno perforado toda su vida. Tuve unos años de cambios continuos de colores del pelo, entonces había semanas que me teñía dos o tres veces en casa de amigos, lo que provocó que casi me echaran de la mía (jeje). El color naranja brillante es el que más llevé. Recuerdo también llevar la chaqueta puesta en un hombro porque era guay y molestaba a los «viejos» (pobrecillos …), y ahora me parece estúpido. También tuve una época de dejarme el pelo largo por delante hasta que me llegó a la barbilla, aunque como tenía que estar peinándolo todos los santos días para arriba con el secador para ver el mundo, me corté en seguida.
Como ha prescrito puedo contar lo que más que un hecho inconformista y de protesta fue un delito. Cuando éramos adolescentes yo y mi grupo de marchas estábamos hartos de ver incendios en la sierra que se podían haber evitado si se hubieran hecho las labores de limpieza y mantenimiento de cortafuegos. Hartos de pedirlo sin que se nos quisiera escuchar en el ayuntamiento, ni cortos ni perezosos decidimos provocar un pequeño fuego en la entrada de la casa del alcalde, que no tenía cortafuegos (jejeje). Tranquilos, no hubo víctimas pero alucinantemente conseguimos que el alcalde nos recibiera el fin de semana siguiente.
¡Saludos cordiales!
Kory,
Gracias por presentar este tema. Lo siento, no reconocí ese hecho y te doy crédito en mi post.
Monic, gracias por tu respuesta a mi post. Hace algunos puntos razonables y juiciosos. No quiero molestarte ni insultarte, pero supongo que mi tatuaje probablemente sea mayor que tú.
Simplemente no es económicamente importante quitarse el tatuaje. La eliminación de tatuajes de las extremidades inferiores (antebrazos y pantorrillas) es costosa y no hay garantías de éxito.
Cuando compré el tatuaje, hace muchos años, me costó $ 7,50 (USD). Hace unos años había recibido ofertas para la eliminación del tatuaje de más de $ 2,000 (USD). No vale la pena la molestia de tener una marca indeleble en mi brazo.
Tienes toda la razón: los piercings vuelven a crecer juntos y se vuelven invisibles. Además, el cabello crecerá y su color se puede cambiar fácilmente. Desafortunadamente, un tatuaje suele durar toda la vida. Lo siento por estos jóvenes que tienen «a sleeve» (una manga). Es decir, tatuajes continuos desde la muñeca hasta la parte superior del hombro. Cuando los jóvenes envejecen, cuando tienen 50 años o más. La «manga» se convertirá en una mancha azul descolorida en el brazo.
Saludos cordiales a todos,
Steve
Hola amigos:
Me han encantado todas vuestras anécdotas inconformistas, que me han traído muchos recuerdos, me explico:
Blasita yo no me fui a Australia, que valiente, pero al terminar la carrera, en mi primer empleo, tenía veinte años, pedí traslado lo más lejos que pude, a 900 km de mi ciudad. Mi familia nunca supo que el alejarme tantos kms fue voluntario.
Monic, el pelo. Creo que si en algún momento nos vemos nos reconoceríamos como almas gemelas😏😅 ya que siempre me ha gustado jugar con él. Cambiar de color, a mi me gusta un rojo intenso, ahora lo tengo rubio, o pongo mechas o lo decoloro, también me gusta rizado, corto, largo, asimétrico… Un día, al ir a recoger a mi hijo que estudiaba en Salamanca me dijo:¡mamá! ¿Porqué no puedo tener una madre más normal?, no recuerdo el color del pelo de ese día.
¡Ah! Muy bueno lo del alcalde, supongo conseguisteis que limpiaran el monte.
Steve, los tatuajes, hay algunos muy bonitos. Hace unos días, una amiga que ya tiene sus años, se tatuó uno precioso, una gran rosa con un zapato de tacón un libro y una pluma. Si no fuera por mi miedo al dolor seguro que yo también tendría uno.
Un abrazo y… gran vida al café
Hola, Kory, Steve y Monic:
O qué inconsciente, según se mire, je, je. En serio, fue una buena decisión.
Sí que fue una decisión valiente, Kory, y una que parece más práctica que en mi caso porque, de esa forma, probablemente tuviste que dar menos explicaciones o aguantar menos comentarios pesados o molestos.
Te entiendo perfectamente, Steve. Aunque lo que ha dicho Monic de borrar el tatuaje es claramente una posibilidad, sí que, como dices, no es tan fácil ni los resultados están asegurados en todos los casos. Una amiga mía que se tatuó la típica mariposa en el tobillo hace muchos años, decidió quitársela, ya que era bastante visible y necesitaba llevar falda en su trabajo. No sé por qué, pero le quedó un borrón difuminado de dos colores y no hubo forma. Yo no he sentido el deseo de hacerme tatuajes, pero sí que he tenido épocas de cambio continuo de estilo de pelo —rizado a liso, todo para un lado o todo para el otro, melena a lo Mafalda, largo hasta el coxis, etc.—. El relato de Monic me ha hecho recordar una vez en la que yo y mis alumnos nos teñimos el pelo de verde para pedir que incluyeran algo de verdura en la comida que nos daban en el centro, que consistía siempre en pan con ajo y hamburguesa o una especie de carne guisada. Qué tontería, ¿verdad?, y además así fue tomada por los responsables de la escuela.
Un cordial saludo para todos y gracias por estar ahí.
P. D. «Lo siento, no reconocí ese hecho y te doy crédito en mi post». No hay ningún problema, Steve. El caso es que el sistema de correo electrónico pone siempre primero el nombre del sitio, que en nuestro caso coincide con el mío en el Café. Si de alguien fuera la culpa, no sería tuya; es del sistema o mía.
Buenas tardes:
No se me ocurre nada interesante que contar, de veras, pero para no hacer un feo a Kory os voy a largar esta tontería que, aunque sucedió en mi tierna, je, infancia, la recuerdo muy bien.
Es que el espíritu aventurero de Blasita me ha recordado un caso propio pero a escala mucho menor, dónde va a parar. 🙂
Vivía yo en Sevilla, en tiempos de Maricastaña, cuando se despertó en mí el duende de la exploración territorial. Un Livingstone cualquiera, pero de muy corta edad.
Mi barrio estaba situado en Sevilla capital, pero en una zona casi periférica muy tranquila. Y el caso es que cuando a mí se me antojaba y sin decir nada a nadie, salía de casa y me daba paseos por los alrededores aunque sin alejarme mucho para no perderme. Para mí era un disfrute tremendo conocer sitios nuevos. Siempre lo ha sido. Poco a poco fui cogiendo confianza en mi sentido de la orientación y una tarde decidí llegar hasta el centro de la ciudad, nada menos, que estaba a unos dos kilómetros de distancia.
Lo más emocionante de mi recorrido fue el paso por el puente que cruza el río
Guadalquivir. No sé el tiempo que me quedaría allí embelesado observando la inmensidad (para mí) de aquellas aguas.
Al rato continué mi camino, adentrándome en el casco urbano, hasta que andando andando llegué a un plaza no muy grande que tenía una estatua en medio, y allí di por terminada la excursión. Además, se había hecho de noche.
Se ve que como tardaba en volver, mi madre había salido a buscarme por distintos sitios preguntando a todo el mundo, pero como pasaba el tiempo y yo no aparecía, fue a un par de cines de los alrededores (en aquellos tiempos había muchos cines de verano en los barrios), en los que –según me contaron después– se avinieron a poner un aviso en las pantallas con lo que se suele decir en estos casos: Se ha perdido un niño de equis años, que viste pantalón…
El estado de preocupación de mi madre sería mayúsculo, pero más grande debió de ser su alegría cuando al volver a casa, hecha un mar de lágrimas, me encontró allí tan campante jugando con mis hermanos.
Me echó una buena reprimenda, como es natural, y a continuación me abrazó. Al preguntarme, tuve que contarle mi odisea.
—Ya, pero seguro que te has perdido y por eso has tardado tanto en volver –me dijo.
–No, mamá, no me he perdido ni he tenido que preguntar a nadie.
—No me creo que te hayas podido orientar por ese lío de calles que hay en el centro.
—Es que he hecho como en el cuento de Pulgarcito que nos contaste, pero yo he sido más listo: he ido y he vuelto siguiendo la vía del tranvía que va hasta una plaza que tiene una estatua, y allí da la vuelta. (Hay que imaginárselo explicado por un macaco con media lengua).
Saludos cordiales.
Hola, amigos.
¡Qué anécdotas tan divertidas las vuestras!
Yo he sido siempre muy normalita, más bien tontita, así que no tengo nada extraordinario que contar: ni rebeldías ni fugas premeditadas ni tatuajes ni teñidos de pelo…, nada, un asco.
Solo se salió de lo normal que, para que me dejaran por primera vez viajar con mis amigas de vacaciones a Torredembarra (Tarragona), a principios de los sesenta (aún no tenía veinte años), no se me ocurrió otra cosa que escribir al párroco del pueblo contándole nuestras circunstancias y que nos encantaría pasar allí el mes de julio. Le pedí si nos podría orientar con el hospedaje, ya sabéis, un sitio decente, que garantizara la tranquilidad de nuestros padres, en fin, aquellas cosas que pasaban entonces…
El hombre debía de ser un santo, porque nos encontró un alojamiento increíble. Era un chalé sin estrenar, propiedad de los padres del seminarista que estaba ayudándole en la parroquia en sus vacaciones estivales. Estos señores eran los guardeses de una finca enorme y, con vistas a su jubilación, se habían comprado aquella casita. Aún no la habían habitado. Nosotras éramos cuatro, y cada una tuvimos nuestra propia habitación.
Para las comidas teníamos que ir a un colegio de monjas, en el centro del pueblo, que, como era verano, estaba cerrado. Pero la residencia de las monjas servía de hospedería, y no podéis imaginar cómo nos daban de comer. Calidad, cantidad, recién hecho todo, fruta madura de la huerta…, todo lo que diga es poco. No he vuelto a comer melocotones amarillos recién cogidos del árbol como aquellos. Cada uno debía de pesar más de trescientos gramos. La superiora, sor Jenara, era hermana del dueño del chalé. Aunque parezca mentira, no nos sentimos ‘vigiladas’ en ningún momento. Tampoco dimos motivos, pero fue estupendo.
En la playa, las monjas tenían toldos reservados para los ‘turistas’ que de alguna forma teníamos algún contacto con ellas, así que de verdad aquellas fueron las vacaciones más maravillosas que puedo recordar.
Sí, ahora recuerdo también, otra vez. Esto fue mucho antes, yo tendría unos diez u once años. Fuimos a Lourdes (Francia); a principios de octubre allí hacía un frío que pelaba. Mis padres, mi hermana y yo; otro matrimonio amigo de mis padres, con sus dos hijas, y otra señora amiga de mi madre. Un buen grupo. Recuerdo que fuimos en tren y dormimos una noche en Lourdes. El primer día de la estancia, casi de noche, se celebró como todos los días, la famosa procesión de las antorchas o de los enfermos. Si conocéis la explanada que hay frente a la basílica de Lourdes, podréis imaginar cuantísima gente podría caber allí, pero estaba abarrotada.
Para contemplar mejor el espectáculo, que lo era, mi grupo se situó en la escalinata que da acceso a la puerta principal de la iglesia, un lugar privilegiado, como en primera fila de un palco. No sé el tiempo que estuvimos allí, en la escalinata, pero lo cierto es que, cuando tuve conciencia de dónde estaba, me encontré sola: los demás se habían ido y yo seguía rodeada de gente desconocida. Tampoco recuerdo el tiempo que estuve allí sola, pero no di ni un solo paso. Ni lloré, ni grité, ni llamé a nadie. Me dije: «Ya volverán por mí». Y vaya que si volvieron. Tardaron, eso sí, o a mí me pareció interminable el tiempo de espera… Todos se admiraron de que no hubiera montado un espectáculo y de que no me hubiera asustado teniendo en cuenta que no había cumplido los once, que estaba en un país que no era el mío y en el que todos ‘hablaban raro’…
Besos.
Hola a todos:
Hoy lunes festivo, voy a contar un hecho en mi vida del que no estoy nada orgullosa, pero como dijo Monic ya ha prescrito y creo que mi familia, mis padres, pudieron perdonarme y no sé si entenderme.
Llegué a Barcelona con veinte años y la ciudad me deslumbró, tan cosmopolita, con su intensa vida intelectual, reivindicativa, su universidad… Pensar que yo llegaba de una pequeña ciudad y estudiaba en una escuela universitaria donde los profesores pasaban lista y nos trataban paternalmente. Aquí me matriculé en la universidad y trabajaba al mismo tiempo, pero tenía tiempo para todo😉
Al cabo de unos dos años, salía con un chico y nos queríamos. Por entonces la empresa en la que trabajaba estaba en expansión y todos los solteros o que no tenían cargas familiares eran trasladados fuera de la ciudad, a veces a muchos kms de distancia. Mi chico y yo, con el fin de evitar un traslado, decidimos casarnos.
Llamé a mis padres para decírselo, y al mismo tiempo les comenté que sería en Barcelona pero que no vinieran a la boda, iba a ser por lo civil y al día siguiente iríamos a León y podrían conocer a su yerno.
En ese momento el hecho de casarse o no para mí solo significaba el firmar unos papeles, papeles que servían para controlar aún más a la ciudadanía, pero en mi caso era la forma de evitar un traslado incómodo.
Al pasar el tiempo supe el disgusto que tuvo mi madre y ahora que tengo dos hijos lo entiendo perfectamente, no sé qué habría hecho si alguno de ellos me dejase fuera de ese día, que hoy considero tan importante en la vida de una persona.
Pero en ese momento no pensaba igual y hasta mi pareja quiso convencerme para dejar que mis padres vinieran a la boda, pero yo lo consideraba tan absurdo que no di «mi brazo a torcer», supongo que es cierto cuando nos dicen lo cazurros(*) que somos en León.
Al final nuestra boda fue por la iglesia, algo que alegró a mis padres, aunque no les evitarse el disgusto de no poder estar en la boda de su única hija.
Os deseo a todos un feliz fin de puente y una buena semana.
Un abrazo
(*) cazurro muchos de nosotros lo entendemos como testarudo, cabezota.
Perdóname, Kory, por este exabrupto. Pero llego yo a ser tu madre… ¡y te mato! Aunque luego te hubiera dado un abrazo muy muy fuerte. Pero primero te mato.
Hola a todos:
Hay que ver qué franca y aguda ha sido la respuesta de Madri a esa transgresión tuya, Kory. A mí también me ha encantado tu relato; menuda situación. 🙂
Aunque suene estúpido, diré que para mí es algo complicado elegir historias de mi pasado que se ajusten a esta entrada de Kory o a otras parecidas; ya por su carácter o por involucrar a terceras personas directamente.
Ya escribí en el Café una anécdota de un viaje de juventud que hice a París. Aunque se tratara solamente de un viaje en autobús de unos pocos días, fue uno lleno de transgresiones y hechos inconformistas, empezando por el simple hecho de viajar solos una menor de edad con un universitario a un país extranjero en aquella época, ¡encima a la ciudad del amor!
Ingenua de mí me imaginé que a principios del otoño no podía hacer el frío que nos hizo en París y solamente me llevé una normalita cazadora vaquera. El viaje organizado que habíamos contratado era de los más baratos, puesto que era en un decrépito autocar y compartíamos una cama en un hotelucho lejos del centro que no tenía ni retrete dentro de la habitación. No manejábamos mucho del vil metal y la ropa era considerablemente más costosa que en España, por lo que decidí no comprarme nada más de abrigo.
Una de las tardes, en las que ya era noche cerrada, decidimos pasar por un barrio chic de la capital francesa por el cual paseaban bastantes hombres que lucían orgullosos sus hermosos abrigos de piel. A mi compañero de viaje se le ocurrió jugar a ser una especie de Robin Hood y parar a uno de esos elegantes hombres para instarle a ayudarnos en la helada situación en la que nos encontrábamos. Aunque yo no entendía lo que hablaban en francés, me di cuenta enseguida de que el abrigado transeúnte empezó a agarrarse al bolsito que llevaba, pasó de repente a tener una cara de asustado de aúpa y estaba a punto de llamar la atención de dos gendarmes que patrullaban muy cerca de nosotros. Tras comunicar mi inquietud a mi amigo, dejamos «huir» a ese pobre chico rico.
Como siempre, volvimos al hotel muy entrada la madrugada y llamamos al timbre para que el bendito empleado de la bata se levantara de la cama y nos abriera la puerta de entrada al establecimiento, pero ese día no había manera de que abriera. Eran más de las cinco de la mañana cuando por fin nos permitió pasar, después de haber dispuesto todo para el desayuno, y para entonces yo ya era literalmente un tempanito de hielo. Nuestros otros hechos inconformistas consistieron en apartarnos de la vida de los demás viajeros —sin fastidiar realmente a nadie, que conste—.
Un cordial saludo.