Buenas noches, amigos.
Me tomaré la libertad de publicar aquí un microrrelato que escribí hace muchos años para participar en un concurso que por supuesto perdí. Recuerdo que este concurso tenía muchas limitaciones, como el número máximo de palabras permitidas y también el tema central, que debía tratar sobre asuntos médicos.
Con mis bracitos descarnados, apenas si pude mover unos centímetros la pesada caja, y después de un gran esfuerzo no conseguí más que este cuentito dudoso y un doloroso palpitar de todas las hernias que tengo regadas por el cuerpo como minas de guerra.
Hoy quisiera compartirlo por aquí para que le echen un ojito si así lo desean, que yo les agradeceré muchísimo cada segundo que le regalen a estas cuatro líneas que apenas si conocieron la luz de un sol ilusionado que por supuesto ya se extinguió.
Un fuerte abrazo para todos, y feliz fin de semana.
A corazón abierto.
¡Qué dicha me da estar cerca de Margarita y ver cómo crece un poco más cada día, cómo juega llena de vitalidad, cómo aprende tantas cosas! Es hermosa. Su risa es agua fresca, su mirada es fuego puro, y su mente es tan ágil y graciosa como una gacela. Es imposible que la quiera más de lo que ya la quiero.
No la conocí antes, pero ahora sé que estuvo muy enferma. Para sufrimiento de sus padres, nació con un grave problema en el corazón que la hizo vivir sus primeros años con un sinfín de limitaciones. Apenas si podía levantarse, bajar unas escaleras o ducharse cantando como lo hacen todas las niñas de su edad. Pasaba mucho tiempo en cama, y cada palabra que decía podía ser la última. No se sabía, cuando se acostaba a dormir, si volvería a levantarse al día siguiente, y todos en casa sentían que no valdría la pena vivir sin su sonrisa, sin la alegría de su presencia. La amaban, así como ahora la amo yo, y por eso lloraban tanto por ella y por su destino.
Yo tenía más o menos su edad cuando comencé a sufrir de fiebre y dolores de cabeza. Mis padres no presintieron lo grave de mi enfermedad, y cuando me llevaron al hospital ya tenía muerte cerebral causada por la meningitis. Ella estaba en el mismo hospital, apagándose sin remedio, hasta que un médico piadoso les propuso a mis padres que salvaran a esta niña donándole mi corazón. Ellos aceptaron con gran tristeza, quizá para redimirse ante los ojos de Dios.
Desde aquella operación quedé amarrado a Margarita, para siempre a su lado, adorando su belleza, y sintiéndome infinitamente feliz por saber que dentro de su pecho late mi corazón.
Don Dewek, le seré franco, no tengo motivos para dorarle la pildora: escribe usted muy bien; lo suficientemente bien como para que se sienta satisfecho. En esta ocasión, su relato está debidamente supeditado a lo que le pedían, descrptivo pero sucinto. Lo que echo de menos es un contenido más optimista. ¿Todos su historias dejan ese amarguillo en el espíritu? Estoy seguro de que su próxima aportación relatará sobre alguna situacion alegre y colorida. ¿Me acepta un reto? ¿Por qué no nos deleita con un cuentecito simpático? Algo vano, cotidiano, sin pretensión ninguna. Pero que destile positivismo. ¿Se atreve con este encargo?
Ahí queda el guante (pero me lo devuelve, por favor, que me haría un desavío enorme).
Un saludo transatlántico.
Mi muy estimado don Milord. No tengo palabras para agradecerle el tiempo que dedicó en leer este breve relato, y, por si eso fuera poco, darme también su opinión. Muchas gracias, amigo. Es un gran honor para mí.
Voy a hacer algo que seguramente me va a traer un regaño de la jefa. Pondré otro cuentito aquí, en este mismo comentario, que considero un poco más alegre que el cuento de la entrada. Es una historia muy sencilla, sin pretensiones, hasta un poco infantil, que escribí hace mucho tiempo y que está amarillenta por el deterioro típico del papel que se contamina con el virus del archivo polvoriento y olvidado.
Y usted, don Milord, ¿escribe historias? Estoy seguro de que sí, las escribe o las escribió, porque tiene un dominio del español y una claridad de ideas envidiables. ¿Nos regalará un cuento algún día? Disculpe si soy un poco abusivo con mi solicitud, pero aún así se la hago llegar con todo cariño y respeto, junto al guante que me arrojó y un fuerte abrazo trasatlántico.
La historia, sí. Como había que ponerle un nombre, a esta la llamé «La Guaca«, en un desborde de creatividad, jaja.
La guaca
“No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”.
Mateo, 6:19-21.
Hoy, siendo un anciano que ya está en paz con la muerte, recuerdo aquella búsqueda de la guaca como una de las mejores experiencias que pude vivir. Sí, por supuesto que se confunden algunas imágenes con los años, y que la imaginación rellena los espacios que la memoria traicionera va dejando vacíos, pero igual, entre todo lo que revolotea en mi atiborrado ático de vivencias, aquella búsqueda de la guaca es mi recuerdo más feliz.
Todo comenzó el día que cumplí diez años. Como todos los años, en este tampoco tuve una fiesta o una torta, porque en casa éramos muy pobres. Mi padre murió antes de nacer yo, y mi madre, encargada de trabajar sin descanso para conseguir nuestro sustento, casi nunca estaba con nosotros. De los ocho hermanos que éramos el mayor cuidaba al menor, y este al que le seguía, y así hasta llegar a mí, que no cuidaba a nadie porque era el menor de todos.
Tampoco Laura recordó mi cumpleaños aquella vez. “Hoy estoy cumpliendo diez años, Laura”, le dije, cuando esa tarde pasó a visitarme como lo hacía todas las tardes desde que nos conocimos. “¡Qué bueno!”, exclamó ella, sinceramente sorprendida. Tenía doce años, y padecía en su casa una situación igual o aún peor que la nuestra. Por eso, cada tarde me buscaba para que escapáramos en nuestros juegos infantiles del dolor y el miedo del mundo real. “Hoy vamos a ir adonde no hemos ido antes, Javier”, me dijo ella, con sus ojos incendiándose de chispas de felicidad. No podía disimular su sonrisa amplia. “¿Adónde vamos a ir, Laura?”, le pregunté, a pesar de saber que con ella iría al mismo infierno si me lo pedía. Era mi mejor amiga, la única persona en el mundo de la que recibía un poco de ternura y comprensión. “Vamos a resolver todos nuestros problemas”, dijo ella, y continuó: “vamos a buscar una guaca que está en el bosque”. “¿Una guaca? Le pregunté. ¿Y eso qué es?”. “¿No sabes qué es una guaca? Qué ignorante eres… Una guaca es un tesoro antiguo, que está escondido en un sitio solitario. Se sabe que hay una guaca cuando se ve un espanto rondando cierto punto. Por lo general, ese espanto está relacionado con el tesoro, y por supuesto quiere recuperarlo o cuidarlo desde el más allá. Así me lo explicó mi mamá una vez, cuando comenzó a aparecer una sombra en el patio de la casa de los vecinos”. “¿Y tus vecinos encontraron un tesoro?”, pregunté. “No”, me respondió ella, “por más que buscaron, y abrieron hoyos por todas partes, nunca apareció nada, salvo algunos tubos oxidados y montones de basura”. Yo tenía sincero interés en todo lo que Laura me contaba. Ella sabía tantas cosas y las narraba tan bien, que aprendía más de sus cuentos que con las aburridas clases de la escuela. “¿Y acaso viste un fantasma en el bosque, para que pienses que hay una guate ahí?”. “¡Guaca, Javier, no seas burro! Y sí, sí vi un fantasma en lo más profundo del bosque, un día que excursionaba sola. Era como una sombra, una silueta que arrastraba los pasos y giraba una y otra vez en torno a un gran árbol de mango. Yo me escondí y me puse a analizarlo escondida detrás de un arbusto, y a pesar del miedo tan grande que sentía me quedé ahí para ver qué más hacía el fantasma. Pero él solo daba vueltas y vueltas alrededor del árbol, quejándose y arrastrando los pasos”. A medida que Laura me contaba la historia, yo sentía que el corazón me daba un vuelco en el pecho. “¿Y viste sus ojos?”, fue lo único que se me ocurrió preguntar. “Sí”. Me dijo ella. “Y los tenía de candela. Cuando me miró fijamente, tuve mucho miedo y salí corriendo lo más rápido que pude, sin voltear ni una vez, porque temí que el espanto me siguiera hasta la casa. Pero, mientras corría, además de rezar, pensaba en que apenas juntara valor volvería para robarle su guaca. Pero no quiero ir sola, Javier. Como hoy estás cumpliendo años, me gustaría compartir contigo parte de este tesoro. ¿Qué dices? ¿Vamos?”.
Como ya mencioné, yo habría ido hasta el fin del mundo si ella me lo hubiera pedido. Me daba un miedo tremendo sospechar que íbamos a adentrarnos en lo más profundo del bosque, por caminos desconocidos, para enfrentarnos a un fantasma penante y robarle su guaca; pero, con tal de estar con Laura, con tal de poder vivir junto a ella una aventura memorable, logré sobreponerme al miedo y decirle que sí. Fue un tímido sí, pero sí al fin. Ella sonrió, gritó que qué bueno, entonces sígueme si puedes, y echó a correr a toda velocidad por el sendero que llevaba al bosque. Como siguiendo el rastro de sus pisadas, yo también comencé a correr tras ella todo lo rápido que pude para evitar quedarme atrás.
A los pocos minutos entramos a la arboleda. Laura tomó mi mano –su mano era suave y cálida, como una caricia-, y me condujo por un camino distinto al que normalmente usaban las personas para cruzar el bosque. Cuando solo se escuchaba el canto de los pájaros y el sonido del viento entre los árboles, ella se sentó sobre una piedra, y me pidió que hiciera lo mismo. Sacó del bolsillo trasero de su vaquero una caja arrugada de cigarrillos, y una caja de fósforos no menos arrugada. “¿Quieres?”, me preguntó, extendiéndome un cigarrillo. “Yo nunca he fumado”, le dije, mientras agarraba de todas maneras el pitillo que me ofrecía. Ella sonrió, me dijo que siempre había una primera vez para todo, y luego encendió con un fósforo su cigarrillo. Me daba risa verla con aquel gran cigarro en la boca, echando humo por todos lados y tosiendo a cada bocanada. Si ella lo hacía, no podía ser tan malo. Yo también encendí mi cigarro y, a pesar de ser una de las cosas más horribles que probé alguna vez, seguí dándole chupadas cortas por miedo a quedar como un cobarde ante Laura. Ella, con los ojos aguados y sin dejar de fumar, reía con ganas al verme tosiendo como un tuberculoso. “Detente ya, o te va a dar una vaina”, me decía, muerta de risa sobre la grama.
Después de eso, mi dulce amiga volvió a asir mi mano, y continuamos la marcha por un sendero que solo existía en su imaginación. Llegamos a un punto ciego del camino, cerrado por un grupo de matas tubulares muy altas y tupidas, y ella gritó: “¡Colchones de agua!”, antes de comenzar a saltar y arrojarse contra estas matas para abrirse camino. “¡De qué colchones hablas!”, le dije, cuando la vi en el piso, riendo a carcajadas, lista para levantarse y lanzarse otra vez contra aquel muro de malezas. Sin poder resistirme al encanto de su risa, yo también me lancé con todas mis fuerzas contra aquella pared inexpugnable, lo que para mi sorpresa no solo no resultó doloroso, pues las matas eran muy blandas y amortiguaban la caída, sino que además era realmente divertido. Y así, poco a poco, a fuerza de saltos y de revolcones, fuimos abriéndonos camino hasta llegar a lo que parecía ser otro sendero del bosque.
Esta vez encontramos un caminito apenas visible, que seguía en su recorrido a un riachuelo de aguas turbias y hediondas. Unas florecillas rojas indicaban dónde estaban los márgenes del pantano. Una y otra vez hundimos los pies en el lodo, y nuestra ropa empapada de barro y agua enferma del riachuelo comenzó a molestarnos para caminar. Pero a pesar de esto seguimos adelante, pues ya nada podía detenernos en nuestra búsqueda de la guaca.
Laura volvió a tomar mi mano y tiraba de mí para ir a un lado u otro, según los caprichos de su imaginación. “Es por aquí”, me decía, y echábamos a correr en esa dirección, “Es por este otro lado”, corregía, y así seguimos, como una veleta, cambiando de norte a sur y de este a oeste, por las cálidas corrientes de aquel bosque encantado.
De pronto, Laura se detuvo y me pidió que me sentara. “Vamos a mirar las nubes, ahora que se muestra el cielo entre los árboles”. A ella le gustaba buscarles formas a las nubes. Yo no encontraba bríos en mi corazón para preguntarle si recordaba por dónde era el camino, o si estábamos perdidos. Entregado a su voluntad, me tendí boca arriba en el piso, y comencé a ver las nubes que flotaban a lo lejos. “Aquella parece un perro flaco que corre”, dijo ella, tumbada a mi lado en la grama, más libre y feliz que nunca. “Esa otra, parece un dragón que echa a volar”. Y continuó, señalando más allá con su delicado dedo: “Y esa que está ahí parece un hombre que grita, un tipo atormentado, como si le suplicara a Dios quién sabe qué cosa”. Como yo no tenía el don de su imaginación fecunda no podía ver ninguna de esas maravillas, pero me hacía feliz decirle que sí y sentir que compartía con ella aquellos misterios que solo sus ojos podían ver.
Cuando nos aburrimos de mirar nubes retomamos nuestra expedición para buscar la guaca. Fue entonces cuando comenzamos a deambular por senderos más oscuros y tenebrosos. “Es por aquí”, decía Laura sin dudarlo, siempre escogiendo los caminos menos agradables. “Ahora, es por aquí”, decía, indicando un camino peor aún, y agregaba, al ver mis ojos de vidrio: “No tengas miedo, cabeza de chorlito, que yo te cuido”. Yo iba aferrado a su mano como si fuera lo único vivo en aquel mundo aterrador, sin prestar atención a dónde pisaban mis pies.
Llegamos a un rincón muy oscuro del bosque. Tenía mucho miedo, y el fuerte latido de mi corazón se notaba sobre mi camisa. Ella se lanzó al suelo y me pidió que me agachara, porque ya estábamos llegando. Casi en el acto, como un soldado en plena batalla, me arrojé de cabeza al piso y me puse a rampar. Pensé que si hacía todo lo que ella me pedía, tal vez lograría sobrevivir y saldría de allí más o menos entero. Era tanto mi terror, que ya no recordaba qué era lo que estábamos buscando. “Vente detrás de mí”, me susurró ella, mientras se deslizaba por el suelo del bosque muy despacio, escondiéndose del espectro guardián de la guaca. “Oye”, murmuró, “¿ves aquel árbol grande? Ahí está la guaca. Pero tenemos que esperar a que se vaya el fantasma. Lo acabo de ver cruzando para aquel lado”. Yo tenía ganas de llorar. “¿El fantasma?”, le pregunté, con la voz trémula por el miedo. “¿De verdad lo viste? ¿Y cómo es?”. Cuando ella comenzó a describirlo cerré con fuerza los ojos, mientras el espíritu iba tomando forma en el fondo negro de mis párpados cerrados. “Es muy alto, como de tres metros. Los brazos casi le llegan al piso, y tiene las piernas muy largas y flacas. Arrastra los pasos como si fuera muy viejo o estuviera cansado, y siempre va mirando el piso. Hasta ahora no ha hecho ruidos, pero cuando los hace murmura, no se le entiende nada, como si se quejara con la boca cerrada”. Yo tenía tanto miedo, que sentí de pronto unas imperiosas ganas de orinar, y así se lo hice saber a Laura. Ella me respondió con gravedad: “¡Estás loco! ¿Cómo vas a hacer pipí ahorita? ¿No ves que estamos cerca de la guaca, y nos puede descubrir el espanto? ¡Aguanta como los machos, carajo! Además, deja el miedo que ya te dije que yo te cuido. Mientras esté aquí, contigo, no te va a pasar nada malo”. Entre sudores y temblores, creo recordar haber murmurado que sí, que yo me aguantaba, y no sé qué otras tonterías dije. De pronto, Laura se levantó del rincón donde estábamos escondidos, me miró como una ráfaga, y chilló: “¡Corre, que el espanto se acaba de alejar! ¡Vamos a agarrar la guaca!”. Yo salí corriendo detrás de ella, con la vista fija en el piso para no caer pero sin atreverme a mirar más nada por miedo a encontrarme cara a cara con aquel horrible espectro del más allá. Nuestra carrera fue de apenas unos cien metros, pero a mí se me hizo eterna. Creí que nunca llegaríamos a aquel árbol del demonio donde estaba la fulana guaca que desde hacía rato había dejado de interesarme. “¡Corre, Javier, corre!” Me gritaba Laura, cuando estábamos a punto de llegar al destino.
Jadeando, paranoico, asustado a morir, llegué donde estaba Laura, presintiendo la sombra del fantasma sobre nuestras cabezas. La abracé por la espalda y cerré los ojos. “Suéltame; deja de ser tan cobarde”, decía ella, mientras trataba de zafarse de mi abrazo granítico. “Ayúdame a buscar la guaca, Javier, rápido, antes de que venga el monstruo. Debe estar cerca, en una vasija de barro”. Tuve que echar mano a mi reserva de valor para poder soltarla y abrir los ojos otra vez. Miré a la izquierda, a la derecha, y otra vez a la izquierda, y en cada rincón aparecían sombras idénticas a la de aquel fenómeno horripilante que me describiera Laura momentos atrás. “Vámonos, Laura, vámonos”, le supliqué entre lágrimas. Ella tomó mis manos, y me pidió que cerrara los ojos y me quedara en silencio, mientras ella rezaba una oración que su mamá le había enseñado para hacer visibles las guacas hechizadas. Yo cerré los ojos con todas las fuerzas que me quedaban; pero… En lugar de escuchar un canto mágico, sentí toda la cálida y húmeda dulzura de sus labios sobre los míos, unida para siempre a mi alma en lo que fue mi primer beso de amor.
Hoy, anciano y al borde de la muerte, quizá este hermoso recuerdo sea la única guaca que me dejó la erosión del tiempo, así que la llevo bien sembrada y protegida dentro del corazón.
Buenas tardes:
Suscribo lo que dice Milord. Dewek, enhorabuena por esa pluma tan maravillosa. Muchas gracias por compartir esos dos relatos cortos con nosotros.
Me voy a centrar en algo que has dicho, y me disculpo por adelantado si mi comentario puede parecer una nimiedad: » … para participar en un concurso que por supuesto perdí«. Me parece que ese «por supuesto» está de más y yo mejor hubiera dicho: «… que no gané».
Un abrazo para ti y para todos.
Y yo secundo lo que han dicho Milord y Blasita.
Y añado un «¡Dios mío!, perdónalos porque no sabían lo que hacían», dedicado a los miembros del jurado que te dejaron fuera.
Un abrazo a todos.
Mis estimadas amigas Blasita y Madri, muchas gracias. Es un verdadero honor para mí que ambas hayan pasado por aquí y me dejaran sus palabras, que son un regalo sin parangón.
Les dejo una caja de bombones a cada una, porque el agradecimiento que siento no se puede expresar con palabras sino con chocolates:
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Un abrazo para ambas, y mi mayor respeto. Qué tengan una bonita semana. 🙂
Eeeeh, ¿no hay un buen güisqui para mí?
Cómo no, don Milord. Aunque, más que un whisky, mejor le dejo sobre la mesa un roncito caribeño bien frío:
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(La botella está tras la silla. Yo fui a buscar más hielo y cocacola, y ya vuelvo para acompañarlo, jeje).
Don Dewek, si su ron es como adivino, de calidad extrema, igual al del jamón que se come por mis tierras -que son las suyas y de quien quiera animarse a conocelas-, habrá que paladearlo por sí solo, sin mezclas que lo tergiversen. Como su relato. Enhorabuena. Me reitero: puede sentirse satisfecho de como escribe.
Un afectuoso saludo.
Don Milord, para usted nuestros mejores rones. Yo tengo el paladar poco educado y me las arreglo bastante bien con casi cualquier cosa, pero si vamos a traer uno de sus famosos jamones me comprometo a buscar una botellita de lo mejor que consiga. Aquí tenemos desde el ron de tres lochas que se puede echar sobre una herida para desinfectarla y evitar una gangrena, hasta rones muy delicados y costosos que no dan resaca al día siguiente ni parecieran matar tantas neuronas. Picamos el jamón en cuadritos, colocamos una buena música, y llenamos sendos vasos que nos sirvan para ahogar las penas y también las dichas. Beber un poco de ron puede llegar a ser tan místico como la ceremonia japonesa del té, si uno en realidad se lo propone, jaja. Será un orgullo tertuliar con usted, y que brindemos a la medianoche por este mundo desastroso y triste pero a reventar de maravillas a la vez.
Muchas gracias por sus palabras y su tiempo, amigo mío. Es para mí un gran honor. Muchas gracias.
Me atrevo a asegurar que un ratito con Milord, con o sin ron, pero ─eso sí─ con un platito de buen jamón por delante, te iba a hacer mirar al mundo con otros ojos.
Mira que me pirro por el chocolate, pero me pasaría muy gustosa al grupo de la tertulia por el placer de escucharos hablando de vuestras cosas mano a mano.
Un abrazo.
Naturalmente que yo también me apuntaría a ese grupo de tertulia; ¡quién no! Con y sin jamón, ron, té, bombones o lo que sea. Sí con un relato de Dewek en la mesa camilla. Con esos contertulios, está claro que tendrá que ser exclusiva, amena y entrañable por fuerza.
Un abrazo a todos.
No se hable más. ¡Pongámosle fecha!
¡Ah, malaya, mundo tan enorme este! Lástima que estemos tan lejos, porque si no no los dejaba dormir en dos semanas. Ustedes tres cambiarían el modo de mirar de cualquiera, y de un buen amigo no se puede esperar un milagro mayor que un sacudón de ideas cada vez que sea necesario. Solo así despertamos del letargo, como cuando le dábamos un toque al reproductor de longplays para sacarlo de un bucle irritante.
¡Salud!
¿Un minicuento añejo añejísimo? 🙂
Fotografías post mortem
¡Hasta cuándo Sara iba a herirme con su indiferencia! Cualquiera en mi lugar hubiera hecho lo mismo. Hay un límite en el que hasta la ética más recta termina por ceder. Mis amigos, los mismos que me ayudaron a lograr lo impensable, ahora me critican por perverso, por usar indebidamente nuestra creación. Me llaman traidor, salvaje, despiadado. Pero, ella no me quería, y… ¡Era tan bella! Sus ojos me hacían estremecer, aunque nunca me miraran; sus manos, delgadas, perfectas; sus cejas arqueadas y sagaces; su cuerpo voluptuoso, sensual, y sus labios, siempre húmedos, listos para besar cualquier boca que no fuera la mía. Yo traté de ser su amigo, acercarme a ella y ganarme su confianza, pero nada parecía resultar.
Cansado e impotente, decidí utilizar la única arma con la que me dotó la naturaleza: mi inteligencia, y el acceso a los laboratorios de biología de mi universidad. Con la ayuda de mis amigos más cercanos, profesionales sobresalientes en las áreas de genética, química, bioquímica, entomología, un neurocirujano de renombre y yo como director de orquesta, logramos emprender la espinosa búsqueda por robar uno de los secretos mejor guardado de la naturaleza: sintetizar la más poderosa hormona de amor en una sola sustancia química, que pudiera robarle a cualquier persona su identidad, sus pensamientos, su alma única, y ponerla a la total merced del donador de algunos humores especiales para reproducir la pócima. El afectado, con solo oler un poco del brebaje, quedaba padeciendo una esclavitud total e irreversible, tan fuerte como la sumisión de una abeja hacia su reina, con la misma locura de un perro azotado por el celo de una congénere, prendido a su pareja como el macho de la mantis religiosa, hasta la muerte si fuera necesario. Irracional, absurdo y nada ético, pero muy efectivo.
Mis amigos pensaban que investigábamos por amor a la ciencia, y creyeron que el dinero que yo facilitaba para financiar nuestros estudios era desinteresado. Cuando terminamos la sustancia y me vieron sustrayendo uno de los tubos resultantes para probarla con Sara, me juzgaron con dureza. Pero… ¿Qué puedo decirles? Mientras la tenga a mi lado, mirándome con sus ojos enamorados, salivando por mí, persiguiéndome por donde quiera que vaya con la veneración que se le tiene a un dios, ¿qué me impora que me juzguen? Soy feliz junto a su cuerpo, aunque apenas sea un cascarón, y pago cualquier infierno con tal de continuar disfrutando del cielo de sus brazos, de este instante detenido en el tiempo como las antiguas fotografías post mortem.